El trauma como portal hacia nuestra esencia
Todos hemos conocido momentos en los que la vida nos golpea con una fuerza que parece imposible de soportar. No hablamos de simples dificultades cotidianas, sino de experiencias que dejan una marca profunda en nuestra psique, en nuestro cuerpo y en nuestra energía vital: pérdidas irreparables, traiciones que erosionan la confianza, abusos que quebrantan nuestra sensación de seguridad, soledad que nos hace cuestionar nuestro valor. En esos instantes, algo en nuestro interior se rompe: no solo sufrimos, sino que sentimos que nos desconectamos de nosotros mismos, de nuestra esencia.
El trauma puede entenderse como una fractura interna, una separación dolorosa entre la persona que éramos antes de la experiencia y la que emerge después de ella, una separación entre nuestra esencia y la experiencia vivida. En ese instante, se rompe la continuidad de lo que éramos. No solo duele lo que sucedió, duele la sensación de habernos desconectado de lo que nos daba sentido, amor y pertenencia.
Esta ruptura no se limita a la memoria de lo sucedido; va más allá: toca nuestra energía vital, nuestra capacidad de sentir y de conectar con la vida. Es como si una grieta se abriera en el terreno de nuestro ser, dejando entrar el frío del miedo, la incertidumbre y la desorientación.
El trauma no solo deja huellas en la memoria; actúa como un bloqueo en nuestra energía. Pensamientos y emociones son energía: cuando se reprime el dolor, esa energía se queda atrapada, desconectando al ser de sí mismo. Así, el trauma nos hace vivir en fragmentos, limitando nuestra capacidad de sentir, de crear y de conectar con la vida.
Durante años podemos vivir intentando ignorar esta fractura, rellenando la grieta con hábitos automáticos, con relaciones que no nos nutren o con logros superficiales que no sanan el vacío. Sin embargo, la esencia no desaparece: sigue allí, latente, esperando que le prestemos atención. Reconocer la desconexión que nos provoca el trauma es el primer paso para iniciar un camino de regreso a nosotros mismos.
A menudo, frente a lo insoportable, aprendemos a reprimir lo que sentimos. Guardamos el dolor en rincones invisibles de nuestro cuerpo y mente, y seguimos adelante como si nada. Cuando el trauma nos alcanza, el dolor puede ser tan intenso que nuestra mente y cuerpo recurren a la represión como mecanismo de defensa. Guardamos el sufrimiento en compartimentos ocultos de nuestra memoria y nuestro cuerpo, creyendo que así podemos seguir adelante.
Pero ese dolor no desaparece: permanece, condiciona nuestras reacciones y limita nuestra energía vital. Se manifiesta de maneras insidiosas, a través de ansiedad, irritabilidad, enfermedades físicas, insomnio o la incapacidad de conectar con otros. El proceso de sanación no consiste en “olvidar” sino en dar espacio a lo que no pudimos sentir, permitiendo que se exprese, se nombre y se libere.
Sanar implica permitirnos sentir lo que hemos reprimido, mirar de frente aquello que nos resultaba insoportable. Esto no significa revivir la experiencia con miedo o culpa, sino darle espacio a nuestra emoción, ponerle palabras, llorar lo que no pudimos llorar, reconocer el enojo que nos fue negado. Es un proceso de liberación que desbloquea nuestra energía vital, que restituye nuestra fuerza interna y nos devuelve la capacidad de relacionarnos con la vida de manera más plena.
Sanar no significa olvidar ni volver a un “antes” que ya no existe. Sanar es despertar. Es permitir que la energía atrapada fluya, liberar lo que estaba detenido y, con ello, reconectar con nuestra fuerza interna y nuestra esencia más auténtica.
Es fundamental diferenciar entre dolor y sufrimiento. El dolor es inevitable: es la respuesta humana ante la pérdida o la injusticia. El sufrimiento, en cambio, es lo que construimos cuando nos aferramos al dolor, cuando nos identificamos con él y dejamos que defina quiénes somos. El sufrimiento se alimenta de la resistencia, de los “¿por qué a mí?” y de la identificación con la víctima. Distinguir entre ambos es fundamental. Podemos honrar nuestro dolor sin convertirlo en una prisión. De esta manera, podemos transformar la experiencia traumática. No se trata de negar el dolor, sino de cambiar nuestra relación con él. El dolor puede ser un maestro, un guía que nos muestra dónde necesitamos atención y cuidado, mientras que el sufrimiento prolongado nos mantiene atrapados en un ciclo de autolimitación.
Sanar no es volver a ser quien éramos antes del trauma, porque ese “antes” ya no existe. Sanar es emprender un viaje de regreso a nuestra esencia, pero desde un nivel más profundo de conciencia. Nos obliga a confrontar nuestra vulnerabilidad, a aceptar nuestras sombras y a encontrar fuerza en nuestra fragilidad. Es aceptar que la ruptura nos abrió una puerta hacia dimensiones internas que antes no conocíamos. Es un camino hacia un despertar más profundo, hacia una conciencia de nosotros mismos que no depende de la aprobación externa, de la seguridad material o de la ausencia de dolor. En ese sentido, el trauma se convierte en un maestro incómodo, pero necesario, que nos guía hacia nuestra verdad interna.
Cuando el trauma se integra, no solo recuperamos nuestra energía y nuestra estabilidad emocional, sino que también abrimos un espacio para la conexión con lo que algunos llaman la esencia, la conciencia profunda o lo divino en nosotros. La experiencia traumática nos muestra nuestra finitud, nuestra vulnerabilidad y la fragilidad de la vida. Esta conciencia puede despertar en nosotros un sentido de trascendencia, una percepción de la realidad más allá de lo superficial y material.
En este sentido, el trauma puede ser un portal hacia la espiritualidad: nos invita a mirar más allá del ego, a conectar con nuestra verdadera naturaleza y a reconocer que la vida, con todo su sufrimiento, tiene un propósito más profundo. Esta mirada transforma la experiencia del trauma: deja de ser solo un golpe doloroso y se convierte en una oportunidad de crecimiento, de sabiduría y de conexión con nuestra esencia más auténtica.
El trauma, cuando se integra, se convierte en un maestro. Nos muestra dónde hay heridas, pero también nos abre la puerta a una percepción más profunda de la vida, a una conexión con nuestra espiritualidad y con lo divino dentro de nosotros. Nos enseña que la vulnerabilidad y la fragilidad no son debilidades, sino caminos hacia la fuerza, la sabiduría y la autenticidad.
Aintzane Castillo
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