La estafa del régimen del 78
La Constitución del 78 no nació del pueblo. Nació desde arriba, diseñada en despachos cerrados, pactada entre élites políticas y estratégicas, y después presentada como un regalo envuelto con el lazo de la “modernidad”. Ese origen vertical, blindado y esencialmente tutelado dejó una huella psicológica peculiar: un país que estrena un marco de vida sin haber decidido realmente su forma. Fue una maternidad sin parto; un nacimiento donde el hijo despierta amnésico, sin haber participado en su propia gestación. Y ese gesto fundacional abrió un vacío simbólico gigantesco.
En ese vacío germinó la oportunidad para aplicar una técnica conocida en psicología de masas: moldear la percepción antes de que el sujeto desarrolle una capacidad crítica autónoma. Cuando algo tan determinante como un orden constitucional se introduce como “incuestionable” desde el minuto cero, se produce un fenómeno parecido a la impronta de los animales recién nacidos: la primera figura que ven se convierte en la autoridad indiscutida. En España, esa figura fue un marco legal presentado como límite natural, no como construcción debatible. Una madre simbólica que debía ser venerada, pero nunca analizada.
Esa base permitió desplegar un proceso que encaja como una operación psicológica de normalización. Primero, se simula pluralidad dividiendo la estructura del poder en partidos, pero se mantiene el control real en las cúpulas: listas cerradas, carreras internas dependientes de favores, disciplina de voto férrea, y una lógica vertical donde el diputado no representa al ciudadano, sino al jefe del partido. Después, se presenta esa arquitectura como el máximo horizonte de participación posible. Así, el mandato imperativo desaparece, la posibilidad de que los ciudadanos dicten instrucciones a sus llamados representantes se disuelve, y la soberanía queda como un concepto poético pero no operativo.
A nivel psicológico, este montaje produce un fenómeno muy estudiado: la indefensión aprendida. Cuando el individuo experimenta repetidamente que su participación no altera los resultados, termina desconectando. Aprende a observar sin actuar, a quejarse sin esperar cambios. La energía política se desplaza desde la acción hacia la frustración emocional. Y ese desplazamiento crea el terreno perfecto para el siguiente paso: la fragmentación deliberada.
Nada cohesiona tanto a una población como un proyecto común; nada la neutraliza tanto como la polarización emocional permanente. La polarización española funciona como un mecanismo de desvío atencional extremadamente eficaz: dividir para desactivar, separar para evitar que surja un “nosotros”. La ciudadanía gasta toda su energía combatiendo al vecino, al primo, al compañero de trabajo… mientras las estructuras de poder gestionan el tablero sin oposición real.
Pero este proceso no se queda en la superficie del conflicto. Se profundiza en algo más hondo: la ritualización del trauma. Cada pocos años, España atraviesa ciclos de escándalo, miedo, tensión y agotamiento emocional. La crisis económica, los sobresaltos territoriales, el terrorismo, la corrupción estructural, pandemias, alarmas sociales… Cada episodio se vive como un terremoto emocional y se ritualiza socialmente a través de meses de noticias, discusiones, insultos y bandos. Cuando llega la calma, no es reposo: es un paréntesis. Un silencio que anticipa el próximo sobresalto. Ese vaivén sostenido en el tiempo genera cuerpos sociales cansados, tensos, fatigados. Y un pueblo cansado es un pueblo más manejable.
Todo esto, unido, funciona como una ingeniería social destinada a producir una ciudadanía dócil, dividida, reactiva y desconectada de su propia soberanía. Porque si no existe mandato imperativo, si los diputados obedecen al partido, si el Poder Judicial es nombrado desde las cúpulas, si la separación de poderes es estética, y si todo se articula alrededor de estructuras verticales, la experiencia subjetiva se resume en una frase: la gente participa sin tocar el poder.
Esa disonancia —participar sin influir— genera una identidad colectiva basada en la resignación. “Esto es lo que hay”. Una frase que en psicología social actúa como cierre de posibilidad. Como jaula interior. Como frontera mental. Es un eco del trauma fundacional: un país que acepta como natural algo que nunca decidió.
La transición no aparece aquí como un proceso natural, sino como un programa cuidadosamente diseñado para redirigir la psique nacional hacia un destino específico: estabilidad controlada, obediencia silenciosa, polarización permanente. Y esa lectura genera su propia arquitectura interna.
Primero, la manipulación simbólica. En toda operación psicológica avanzada, el cambio de símbolos es crucial: se alteran himnos, nombres de instituciones, discursos públicos… pero se mantiene intacto el eje del poder. Es la técnica de la renovación superficial: generar ilusión de transformación sin alterar las bases de autoridad. El ciudadano ve nuevos colores, nuevos nombres, nuevos códigos, y asume que algo profundo ha cambiado. Yo lo llamaría: “cosmética para la psique”.
Segundo, el control narrativo. Si controlas la historia oficial, controlas la identidad. Desde esta hipótesis, el discurso del 78 fue colocado como verdad sagrada: “Esto es libertad. Esto es progreso. Esto es democracia”. Cuestionarlo equivalía a cuestionar la propia identidad del país. La simplificación histórica sirvió para bloquear cualquier revisión crítica del origen del régimen. Si no puedes revisar tu pasado, tampoco puedes reclamar tu autoría sobre el presente.
Tercero, la fractura cognitiva. La división identitaria se convierte en herramienta de control. En vez de resolver los conflictos de España, se reorganizan en nuevas etiquetas: izquierda/derecha, centralista/periferia, urbano/rural, joven/mayor… La energía colectiva se dispersa en altercados simbólicos intermitentes. Lo podríamos llamar: “fragmentación funcional”.
Cuarto, la ritualización política. Votar se convierte en una liturgia que da legitimidad sin dar poder. El ciudadano acude a las urnas, pero no elige representantes reales, sino listas cerradas configuradas por élites internas. La participación existe, pero la agencia se desvanece. Se trataría de la obediencia convertida en rito democrático.
Quinto, la gestión del trauma. Un trauma colectivo no tratado —heridas históricas sin resolver, conflictos heredados, expectativas incumplidas— mantiene a la población en un estado emocionalmente desorganizado. Ese estado facilita la manipulación. Cuando la psique colectiva oscila entre rabia y resignación, se vuelve permeable a cualquier narrativa fuerte que ofrezca alivio, identidad o dirección. Desde aquí, el mecanismo interno de cómo puede guiársele a una población entera sin que lo note es el punto donde la psicología de masas, la neurociencia y la ingeniería social se entrelazan.
Todo empieza por una idea sencilla: una operación psicológica jamás comienza por la lógica, sino por el sistema nervioso. Cuando la población está cansada, estresada, polarizada o asustada, su capacidad crítica se reduce. El cerebro racional —el córtex prefrontal— cede terreno a la amígdala, el centro del miedo. Y una amígdala en alerta es más obediente que cualquier policía. Esto permite plantar narrativas fuertes y emocionalmente cargadas sin necesidad de mucha coherencia: “afloja tu capacidad de pensar, y elegirán por ti”.
Después llega la ilusión de elección. No se controla la respuesta, sino el marco. Se ofrecen debates sobre temas que ya están delimitados. ¿Eres pro esto o anti aquello? ¿Apoyas el relato oficial o te vas al contra-relato? Pero lo esencial es que ambos polos existen dentro del mismo corral conceptual. No importa qué se elija: el marco lo decide otro. Podríamos decir que sería la “libertad acotada”.
Luego está la fuerza del refuerzo social. El humano, ser tribal, teme ser excluido. Muchas decisiones no se toman por lógica, sino por identidad. Si logras que cierto comportamiento defina lo que significa ser “responsable” o “decente”, ya no hace falta imponer nada: la presión social se convierte en policía emocional. Sería el “autocontrol automático del rebaño”.
A esto se suma la saturación informativa. Un país inundado de escándalos, ruido mediático, indignación permanente y contradicciones constantes sufre fatiga cognitiva. Cuando la mente está agotada, deja de investigar y se aferra a lo simple, lo repetido o lo identitario. Es un fenómeno observado incluso en estudios sobre propaganda: desbordar al sujeto es tan eficaz como censurarlo. Viene a ser como un “ahogamiento por exceso de datos”.
Por último, el enemigo simbólico. Toda operación psicológica exitosa necesita un antagonista. No importa quién. Lo importante es que exista un “ellos” contra el cual proyectar frustración, miedo o rabia. Mientras la población se enfrenta entre sí, la estructura superior permanece invisible. Es la técnica del “divide y vencerás”, pero sofisticada, emocional y simbólica. Mientras discuten, las élites deciden.
Con el tiempo, este conjunto de procesos genera habituación. Lo que antes habría parecido intolerable se vuelve normal. La mente humana, adaptable por naturaleza, termina aceptando el marco sin cuestionarlo. Y ahí es donde la operación dejaría de necesitar empuje: la propia sociedad la mantendría.
¿Qué queda entonces?
Queda una ciudadanía que participa sin incidir, que vota sin decidir, que polariza sin construir, que debate sin tocar las raíces, que se indigna sin transformar. Queda un país donde la soberanía se volvió un concepto abstracto en vez de una experiencia viva. Queda la sensación íntima de que algo no cuadra, pero no se sabe dónde mirar.
La reflexión final emerge aquí, casi inevitable: la soberanía no empieza en textos escritos por otros. No empieza en instituciones heredadas. No empieza en rituales vacíos. Empieza cuando una población recuerda que su voz es anterior a cualquier constitución. Empieza cuando la psique colectiva deja de operar en modo resignación y vuelve a reconocerse como autora. Y ese instante —cuando un pueblo recuerda que puede crear, no solo obedecer— es el verdadero punto donde cualquier país puede volver a nacer.
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